domingo, 1 de enero de 2012

Romance: El mendigo misterioso

Vaga por la serranía,
recubierto por harapos,
un mendigo de alto porte,
malherido, y va descalzo.

Se arrastra por las veredas,
pues ya no tiene caballo,
lo ha perdido en la batalla,
en la batalla de Alarcos.

Nadie conoce al mendigo
de semblante demacrado,
con su larga cabellera
y su porte desgarbado.

Ha perdido la memoria,
las heridas le han causado
amnesia, ya no recuerda
ni su nombre ni su estado.

Cuando llega a un caserío
se acomoda en un establo,
y pide, por caridad,
pasar la noche a resguardo.

La gente se apiada de él,
y una escudilla de caldo
con una hogaza de pan
ofrecen al desgraciado.

A la mañana siguiente
se levanta muy temprano,
y vuelve a tomar camino
entre cañadas y prados.

No sabe hacia donde ir,
huye de su mal estado,
pero nunca le abandona
pues no lo lleva prestado.

Los aldeanos lo miran
cuando pasan a su lado,
tiene un no se qué el mendigo
que lo hace más extraño.

Sus modales manifiestan
cierta clase de recato,
de finura en sus palabras,
parece muy educado.

Una tarde caminaba
por la vereda, cansado,
y unos jinetes lo alcanzan,
se lo llevan esposado.

Son los jinetes del conde,
es la guardia de palacio,
y en la prisión del castillo
lo meten, como a un malvado.

Allí pasará los días
allí pasará los años
hasta que un día un lebrel
se le aproxima  ladrando.

A sus pies se rinde el can,
mueve su cola saltando,
haciendo fiestas contento,
jubiloso y muy ufano.

Los criados que lo observan
se preguntan extrañados:
¿Qué le pasará a este galgo?
Algo raro ha encontrado.

De allí no se mueve el can
por más que quieran echarlo,
junto al mendigo se queda
como si fuera un vasallo.

Todo el mundo se pregunta
qué es lo que pasa en palacio
con el lebrel y el mendigo
en la prisión aherrojado.

A la condesa le llega
la historia de este relato,
y un día al atardecer
baja a la cárcel pensando

quién será este personaje,
este mendigo cuitado
que ha llenado de inquietud
al personal de palacio.

Bajando las escaleras
ya descansa en el rellano,
y su mirada dirige,
con marcado sobresalto,

al mendigo que dormita
sobre el heno recostado.
Le pregunta por su nombre,
él mendigo está callado.

No contesta a la pregunta
pero sus ojos cerrados,
por la obscuridad reinante,
se abren desencajados.

A la luz de las antorchas
la condesa se ha acercado,
recordando en el mendigo
a su caballero amado.

Mira sus ojos azules,
la cicatriz que en los labios
se hiciera cuando era niño,
y su caminar pausado.

¡Mi señor! Clama la dama
y se funde en un abrazo
con el conde, que de pronto
recuerda a su ser amado.