Hoy nos quejamos mucho de que una parte de nuestra juventud ha perdido los valores tradicionales y el respeto por las cosas y personas, y es verdad. Los que hemos estado dando clase, en estos últimos años, hemos padecido en las aulas comportamientos que hace años jamás hubiéramos sospechado que podrían darse, siendo ésta una de las razones por las que el profesorado acelera la hora de su jubilación. Pero no me voy hoy a referir a los colegios ni a los maestros y profesores, sino a los padres. En la educación en casa, hemos roto muchas normas que ponían en práctica nuestros padres, quizá no todas perfectas como obras humanas que son, pero que daban resultado. ¿Por qué normas las hemos sustituido hoy?.....
El padre no es un amigo ni un colega del hijo, es una persona madura y formada, cuyos criterios y valores deben ser superiores, por lógica, a los del niño, y entre padre e hijo no se pueden intercambiar criterios y valores, de igual a igual, como si fueran los cromos que los colegas se cambian entre si. El niño no puede llegar a la conclusión de que lo que dice él tiene el mismo valor que lo que dice su padre o madre y por tanto puede hacerle caso o no.
Hay una forma bastante generalizada de educar, consistente en que el niño hace una cosa
a cambio de un regalo. Si haces esto, yo te doy..... de esta forma desvirtuamos el auténtico valor de la norma y enseñamos al niño a no apreciarla, creciendo en un desprecio de la misma.
Tenemos que saber trasmitir a los niños que esas acciones, que les exigimos, tienen valor por sí mismas y que debe sentirse contento cuando las practica. Da la impresión que las normas educativas y los valores que hemos de inculcar en nuestros hijos son medicinas amargas que hay que tragarlas valiéndonos del azúcar del regalo. Una buena educación tiene una entidad y un valor excelso por sí mismos, sin que tengamos que aliñarlos con sucedáneos intrascendentes.