jueves, 7 de octubre de 2010

Reparar las falsas acusaciones.

Hoy parece que hemos olvidado aquella norma de ética que decía: el fin no justifica los medios, ésta se aplicaba en el caso de conseguir un objetivo honesto por medios no muy ortodoxos. Hoy en la vida social y política, en muchos casos, ni el fin es honesto y no digamos nada de los medios.

  Con una frecuncia mayor de lo deseado, nos encontramos con personas acusadas de tal o cual delito y que pasado un tiempo, a veces bastante largo, los jueces dictaminan que no existió  tal delito. A esta persona y a su entorno familiar y de amigos se les ha causado un daño gratuito, injusto, y en la casi totalidad de los casos, también irreparable. La difamación, en los medios de comunicación, se ha cebado en él, manchando su reputación y truncando, con frecuencia, su carrera profesional o política.

  A mí siempre me ha extrañado, que los jueces sean tan benevolentes con los falsos acusadores y que esta falsedad en la acusación no se penalice y sancione como se merece, y como sería justo hacerlo. El que ha causado, injustamente, estos daños irreparables, tiene que pagar por ello. Esta es una laguna en la justicia española que hay que subsanar.

  Es muy fácil quitarse a un competidor de en medio, acusádole falsamente. Cuando salga el juicio, aunque el veredicto sea de inocencia, el mal ya se ha hecho, y los objetivos del calumniador, casi siempre se han conseguido. Junto a la sentencia absolutoria del inocente, debería dictarse, sin más dilación, otra sentencia condenatoria del falso acusador.

Mi terraza

Remanso de paz respiro
cuando me siento en tu mesa,
nirvana de mis pesares,
bálsamo de mis dolencias.

Refugio donde mi espíritu
derrama sus complacencias,
liberando, relajado,
las sombras de mi conciencia.

Siento sosiego mirando
de Taoro las laderas,
y la brisa de la mar
reconforta mi existencia.

Me cobijo distendido
debajo de la morera,
balcón que se abre al océano,
toldo y barco de madera.

Y en la popa de este barco
mis viajes se reflejan,
dando bello colorido
al esplendor de sus velas.

Pasa el tiempo, sin oirlo,
sin decir adiós, siquiera,
y cuando miro el reloj
las horas pasan ligeras.

Los rosales me acompañan
con sus ígneas cabezas
mirándome complacidos
de compartir mi existencia.
                       
Los rayos del sol primero,
por el naciente penetran,
tiñendo de blanco nácar
las sombras que ya se ausentan.

No siento ruidos ni sones,
la monarca se pasea
buscando su algodoncillo
donde el desove la espera.
 
Todo es quietud y armonía
en mi estancia mañanera,
sin añorar el pasado
porque el presente me llena.