Hoy parece que hemos olvidado aquella norma de ética que decía: el fin no justifica los medios, ésta se aplicaba en el caso de conseguir un objetivo honesto por medios no muy ortodoxos. Hoy en la vida social y política, en muchos casos, ni el fin es honesto y no digamos nada de los medios.
Con una frecuncia mayor de lo deseado, nos encontramos con personas acusadas de tal o cual delito y que pasado un tiempo, a veces bastante largo, los jueces dictaminan que no existió tal delito. A esta persona y a su entorno familiar y de amigos se les ha causado un daño gratuito, injusto, y en la casi totalidad de los casos, también irreparable. La difamación, en los medios de comunicación, se ha cebado en él, manchando su reputación y truncando, con frecuencia, su carrera profesional o política.
A mí siempre me ha extrañado, que los jueces sean tan benevolentes con los falsos acusadores y que esta falsedad en la acusación no se penalice y sancione como se merece, y como sería justo hacerlo. El que ha causado, injustamente, estos daños irreparables, tiene que pagar por ello. Esta es una laguna en la justicia española que hay que subsanar.
Es muy fácil quitarse a un competidor de en medio, acusádole falsamente. Cuando salga el juicio, aunque el veredicto sea de inocencia, el mal ya se ha hecho, y los objetivos del calumniador, casi siempre se han conseguido. Junto a la sentencia absolutoria del inocente, debería dictarse, sin más dilación, otra sentencia condenatoria del falso acusador.
jueves, 7 de octubre de 2010
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