Ayer no pasé de largo
por la puerta de la iglesia,
donde Ramiro, el mendigo,
pide limosna, con pena.
Más que una moneda, quiere,
que la gente que pasea
le dirija la palabra
para que, humano, se sienta.
No llega a cincuenta años,
pues la vejez que aparenta
es fruto del desaliño
y el abandono que lleva.
Me he parado para hablarle,
para compartir su pena,
para oírle, con paciencia,
y sentir su alma serena.
Bajo esa pobre apariencia,
soledad por compañera,
se esconde un hombre bueno
que ha caído en la miseria.
En cada hombre que sufre
hay una causa secreta,
una vida destrozada,
más una fortuna adversa.
Se ha sincerado conmigo,
pues me ha abierto su conciencia,
se ha desahogado, tranquilo,
ha descargado su pena,
y ya no le pesa tanto,
ya parece más ligera,
porque si el dolor compartes
compartes también la pena.
Desde entonces, al pasar
por la puerta de la iglesia,
Ramiro siempre saluda
con una sonrisa nueva.
Que poco cuesta en la vida
tener nuestra puerta abierta,
y compartir generosos
comprensión con los que llegan.
sábado, 1 de mayo de 2010
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