Cuando salimos de la dictadura, todos nos propusimos, con una gran dosis de buena voluntad y flexibilidad, contribuir, en la medida de nuestras posibilidades, a construir una democracia, que fuera la casa de todos, los políticos estuvieron a la altura de las circunstancias y cedieron de parte y parte para llegar a un consenso común.
Fueron muy generosos con las minorías políticas, y les concedieron la posibilidad de entrar a formar parte de los gobiernos de la nación, porque era de prever que se daría el caso de que ningún partido sacara, en las elecciones, mayoría absoluta. Elaboraron una ley electoral muy favorable a los nacionalismos, sin segunda vuelta, que los hubiera dejado sin la posibilidad de participar en el gobierno.
Incluso, a los ciudadanos de a pie, guiados por la buena voluntad, y a posteriori, tendría que decir que pecamos de ingenuidad, nos pareció buena esta ley, porque podría evitar gobiernos monolíticos, que cayeran en la tentación de gobernar con mano de hierro. Pero con el tiempo, la generosidad y la buena voluntad de las minorías se han esfumado, y han sido sustituidas por el egoísmo y el separatismo, y usan estas generosas concesiones para chantajear al gobierno, y van minando poco a poco el edificio del estado, en provecho de sus ideologías egoístas y a veces también secesionistas, sin pensar para nada en el bien común de los ciudadanos de la nación.
Las cosas han cambiado mucho, y la única forma de acabar con esta inestabilidad y sangría del estado, es elaborar una nueva ley electoral, donde se contemple una segunda vuelta, en el caso de que en la primera no saliera una mayoría absoluta, que le diera estabilidad al gobierno. En democracia, con todos los respetos, ha de prevalecer la voluntad de la mayoría y nunca que una minoría imponga la forma de regirse a la mayoría.
miércoles, 23 de junio de 2010
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