Con su bastón en la mano,
arrastrando los zapatos,
con sus calzones de pana,
y su chaqueta de cuadros,
pasa el viejo, renqueando,
fumando su grueso habano,
protestando y maldiciendo
la suerte que le ha tocado.
Anclado en la soledad
de un tugurio en mal estado
que se moja cuando llueve
y se achicharra en verano.
Su mal genio le retrae
de los vecinos el trato,
y sólo con los mininos
se entiende y pasa algún rato.
En un banco de la plaza
se sienta y abre un gran fardo,
del que con gran parsimonia
saca comida a los gatos.
Todos acuden corriendo,
toman su presa y volando
guardan distancia con él
para comer lo encontrado.
Los vecinos lo contemplan,
displicentes y enojados,
mas todos guardan silencio,
porque a nadie hace caso.
Un día un policía local
lo multa por desacato,
porque ha ensuciado la plaza
y ha congregado a los gatos.
Refunfuñando se aleja,
con el fardo entre las manos,
seguido por los mininos
camino va de su cuarto.
A las afueras del pueblo,
en un libre descampado,
monta de nuevo el banquete
para que coman los gatos.
No le queda más afecto
en este mundo malvado,
que el que siente, cada día
por sus amigos los gatos.
lunes, 29 de marzo de 2010
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